Para el 21 de abril, como muy tarde, todo el que no tenía idea de someterse tuvo claro el precio, el impuesto de lujo que gravaría cualquier intento de vivir en la verdad. Aquella noche la televisión de Zelenka emitió un estreno lúgubre. El programa “El testimonio del Sena”, enviado al parecer desde Francia por la fracción más moral de emigrantes checos, “disgustada por las maquinaciones y amaños de los tristes protagonistas de la Primavera de Praga” -sólo esta frase era una trompeta de anuncio de todas las desvergüenzas sin límites que siguieron-ofreció escuchas grabadas en secreto y por supuesto manipuladas de las conversaciones entre el profesor Václav Cerny y el escritor Jan Procházka. El segundo de ellos, un guionista genial, cuya mejor película La oreja acababa de ser prohibida, intentó hacer frente a la mentira masiva de un modo digno de don Quijote. Días y noches enteros se dedicó a copiar su protesta enviándola a familiares, amigos, compañeros de trabajo, actores, maîtres de los restaurantes que frecuentaba, vendedores, quiosqueros, sastres, dentistas, y más tarde ya incluso a decenas de personas desconocidas. Un hombretón de cuarenta y un años, de origen y de carácter campesino, expuso en defensa de su honor literalmente todo su ser. En abril aún estaba sano, en verano lo operaron por primera vez, en otoño una segunda y una tercera, en invierno una cuarta. Y empezaron las detenciones… Pavel Kohout (1987) Dónde está enterrado el perro. Ed. Plaza & Janés. Barcelona Yo conocía personalmente a Procházka y me caía muy bien. Este pasaje sobre él, de mi libro, lo concebí como un pequeño homenaje a un amigo muerto. Era un hombre extraordinariamente fuerte, capaz de sobrevivir a todos los ataques de los que fue objeto. Pero no pudo soportar la difusión pública de sus conversaciones privadas. Milan Kundera (1985) “En defensa de la intimidad”, entrevista con Phillip Roth[1].
1. Presentación
Jan Procházka nació en Moravia, el 4 de febrero de 1929, en la ciudad de Ivančice. Proveniente de una familia campesina, como muchos de los escritores checos de su generación fue en su juventud un entusiasta comunista, llegando a ser, a principios de los años sesenta, parte del comité central del partido. Un puesto que, sin embargo, no le impidió, y -otra vez, al igual que muchos de los escritores checos de su generación- convertirse en un ferviente opositor al régimen, una vez revertidas las reformas llevadas a cabo durante el gobierno de Dubček, en la famosa Primavera de Praga.
Durante ese periodo, Procházka se desempeñó como vicepresidente de la Unión de Escritores Checoslovacos, y fue uno de los promotores, del célebre IV congreso de escritores en el que Kundera, Havel, Vaculik, Klima y Kohout, entre otros, proclamaran sus posiciones reformistas. Para la finalización de ese congreso, el partido se encargó de purgar a la Unión de escritores de cualquier pensamiento disidente. Lo cual incluyó, por supuesto, la expulsión -y posterior censura- de Procházka, quien fue inmediatamente removido de su cargo. El castigo para Procházka, sin embargo -que además de escritor se desempeñaba como destacado guionista y productor de cine[2] no se limitó a aquella expulsión y censura. En 1970, la radio estatal checa emitió un programa especial en el cual se difundió una serie de diálogos privados que Procházka había mantenido con su amigo Václav Černý. En esos diálogos, el escritor y el filólogo no solo comentaban las incontables falencias del sistema y del partido, sino que, además, esgrimían algunas críticas y burlas hacia otros escritores y colegas, que, sacadas de su contexto íntimo y privado, dejaban libradas a ambas figuras al total escarnio público. Las consecuencias de este episodio -retratado por Kundera en un pasaje de su novela más famosa: La insoportable levedad del ser- pueden, vistas en retrospectivas, entenderse como una primera versión del triste destino que, siete años más tardes, le tocaría enfrentar a Jan Patočka: ver a la enfermedad y la muerte acelerarse, impulsadas por la inquina, la persecución y el asedio del régimen comunista.
2. La niñez, la juventud, la vejez y la muerte
En sus libros La carpa[3], Viva la república[4], y El viejo y las palomas[5], Jan Procházca narra desde tres etapas de vida diferentes: la niñez, la juventud y la vejez, la confrontación con la muerte.
En La carpa, un relato breve, construido a partir de una sintaxis sencilla, una narración directa y de escasos personajes, en el que el narrador se centra en la mirada infantil del pequeño protagonista se describe el desengaño afectivo que sufre Mirko (un niño de no más de diez años) al descubrir, intempestivamente, el verdadero fin -alimenticio- con el que su padre ha adquirido la carpa tan prometida, que han ido con su padre a comprar al centro de Praga. Y para la cual él había imaginado planes muy diferentes
En Viva la república, lo que se narra es la odisea del joven Olda, quien, en los últimos días de la segunda guerra, y ante la inminente llegada del ejército ruso, debe poner a salvo a la yegua Julina -máximo capital familiar- de la rapacidad de los soldados nazis que, ya abatidos, se encuentran en inminente retirada.
Mientras que en El viejo y las palomas, por su parte, lo que Procházka rescata son los últimos días de un profesor retirado (no tanto por voluntad propia, como por decisión del régimen) víctima de la persecución política. Quien pasa sus últimos días encerrado en un sanatorio, aferrado a la imprevista esperanza que se despierta en él, el día que descubre, en una terraza de enfrente, la candidez y vitalidad de una joven desconocida que alimenta -y libera para su vuelo cotidiano- a un grupo de palomas. La muerte, presente en cada relato, aparece en El viejo y las palomas, como un eje doble a lo largo de toda la narración. Presentada a través de un juego de opuestos: el de su presencia, a través de la persistencia de la vejez y la enfermedad, que vive con cierta dejadez y nihilismo (hasta la aparición de la joven) el protagonista, en los que ya sabe que serán los últimos días de su vida. Y el de la ausencia, esa irremediable ausencia del otro que trae aparejada la muerte. Y que invade la existencia del viejo la primera tarde en la que, a pesar de ser la hora habitual de su aparición, observa a la terraza vacía, sin la presencia de la joven. Revelándose así la posibilidad de una muerte que queda introducida, de esta manera, ya no como destino, sino como amenaza.
Sin embargo, lo que une estos tres retratos no es únicamente el retrato de tres etapas cronológicas y su contacto -ingenuo en La carpa, curioso en Viva…, despreciable en El viejo…- con la muerte; sino, además, la intermediación del mundo animal, como puente a través del cual la finitud se hace presente. Intermediación ya presente además, partir de cada título: la carpa, las palomas, y la yegua (cuyo nombre ocupa un lugar en el subtítulo que acompaña a Viva la república: Yo, Julina, y el fin de la guerra). En estos tres relatos de Procházka, la muerte, además, se presenta siempre a partir de una experiencia íntima, individual, de un contacto directo e íntimo que cada uno de los personajes establece con ella. Aun cuando uno de esos relatos suceda envuelto en los últimos días la guerra, espacio en el cual, por definición, se suceden, unas tras otras, las más impersonales de las muertes. Así, en cada una de los relatos, el final de la vida adquiere su valor más trágico por ser el momento en el que para cada uno de los personajes se cortan los únicos vínculos capaces de salvar a los protagonistas de la soledad y la incomprensión que los rodea.
El que establece, unilateralmente, el viejo profesor retirado, condenado a pasar sus días enfermo, recluido en un sanatorio, con la misteriosa joven de la terraza, por ejemplo. O el que anhela tener el pequeño Mirko (ese niño al cual el relato no dota de hermanos ni amigos) con la carpa por la cual está dispuesto a desafiar los designios del padre. O los que mantiene Oldra con aquellos que, por fuera de una madre opaca por la omnipresencia paterna, son los únicos que no representan una amenaza para el joven: la yegua familiar Julina, y el desdichado Zyrill. Es especialmente en este último, en Viva la república, en donde de hecho la muerte se presenta con mayor fuerza. Bajo el marco de los últimos días de la segunda guerra mundial, las muertes que tocarán al joven héroe no serán las de los soldados, ni las de víctimas civiles caídas en medio de enfrentamientos. Sino, en primer lugar, la de un caballo cojo, que se desangrará y agonizará en una larga escena en la que el protagonista acompañará al caballo moribundo hasta el final de su vida. Y, en segundo, ya al final del relato, la de Zyrill, en otra larga escena, esta vez de lapidación, y para la cual la trama, a través de la muerte del caballo, ya ha preparado al protagonista.
En La carpa, en cambio, la muerte, que no llega a mencionarse nunca explícitamente, prohibida en ese mundo -el infantil- desde el cual el relato se arma, aparece bajo la visión de un cuchillo, y la captación inmediata del tipo de trazo que unirá a ese cuchillo con la carpa. Lo interesante del relato, protagonizado casi exclusivamente por el niño (recordemos, no mayor de diez años) es que la muerte no se presenta, como en tantas otras narraciones infantiles, para potenciar la heroicidad del niño; sino, y muy por el contrario, como conflicto esencial (principal y único) al que el pequeño debe enfrentar por su propia cuenta. Y no por la ausencia obligada de los padres, sino porque es justamente el padre (el cuchillo que preparó, el cuchillo que manejará el padre) quien trae consigo la presencia de la muerte.
En El viejo y las palomas, finalmente, la muerte se presenta como un destino sabido pero postergado. El final visible de un camino que, desde la contemplación de la joven en la terraza, comienza a intentar postergarse. A partir del entendimiento de que el intento del viejo por recuperar y salvar a la muchacha es, al mismo tiempo y en última instancia, el último intento de salvarse a sí mismo. El último intento de recuperar la belleza de un mundo que, violentamente, el régimen político de turno, le ha arrebatado. Cada uno de los personajes de estos relatos va descubriendo y enfrentando tres dimensiones existenciales diferentes: el fin de la ingenuidad y el descubrimiento de la muerte (el pequeño Mirko), el contacto directo y la revelación definitiva de la crueldad (el joven Oldra), la lucha contra la desesperanza y la confrontación del nihilismo (el viejo profesor).
Por medio de la presencia de la muerte los tres títulos de Procházka se unen, a partir de la experiencia que en tres etapas cronológicas diferentes, cada uno de los personajes establece con ella).
Y cada uno de esos Destinos (ubicados, además en espacios y realidades bien diferentes: una familia trabajadora de Praga a mediados del siglo XX -en La carpa-, una población rural en los últimos días de la segunda guerra mundial -En viva la…-, un sanatorio en medio de la ciudad durante en los meses de flexibilización régimen -El viejo y las palomas-, se encuentran atravesados por la lucha de sus protagonistas. Una lucha sin más armas que su propia humanidad y cuyo fin no es otro que, desde sus limitadas soledades, conseguir una tregua con la muerte.
[1] En revista El periodista, nro. 37, mayo de 1987. Buenos Aires. [2] Produciendo, por ejemplo, películas como Diamantes en la noche (Démanty noci [1964] película de Jan Nemec, con guion de Arnošt Lustig). O escribiendo los guiones de En el cometa (Na kometě [1970] film de Karel Zeman basado en la novela de Julio Verne) o Viva la república (Ať žije republika. Já, Julina a konec vélke války [1965] basada en su novela del mismo nombre). [3] Ediciones Alfaguara, Madrid, 1977. Traducción de Antonio Skarmeta. [4] Salvat Alfaguara, Barcelona, 1988. Traducción de Lola Romeroo. [5] Ediciones Alfaguara, Madrid, 1983. Traducción de Anton Dieterich.
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