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La krakatita, de Karel Čapek: Una novela en tres actos


En La krakatita, novela de 1924 (traducida por Patricia González de Jesús en 2004, y editada por el El olivo azul), Čapek reelabora la trama que tiempo atrás había desarrollado en La fábrica del absoluto, pero alejando la narración de la experiencia mística, y de los efectos colectivos de esa nueva fuerza atómica liberada, para concentrarse en la travesía de un solo hombre que cargará, sobre sus hombros, con el peso de haber inventado la Krakatita, un explosivo con la potencia suficiente para hacer volar la faz de la tierra.

Si bien lo novela no cuenta con otra división formal, más que los cincuenta y cuatro pequeños capítulos en los que se ordena la narración (capítulos, además, no titulados, que se presentan uno debajo del otro, sin saltos de página ni espacios mayores que inviten a pausar la lectura) el relato se encuentra narrativamente dividido en tres secuencias bien marcadas, tanto por el escenario en el que se sitúa la acción, como por los amores que ocuparán a Prokop, inventor de la Krakatita y personaje principal de la novela.

En la primera de estas secuencias o actos (teniendo en cuenta que en el paso de una instancia a otra no es sólo el escenario lo que cambia, sino que se da, además, un recambio casi total de los personajes) se relata el deambular sin sentido de un semi inconsciente Prokop por las calles de Praga. Perseguido tanto por la culpa, como por los oportunistas de ocasión, que anhelan despesperadamente la obtención del secreto de la la fabricación del explosivo.

Es en este primer acto, en el que Prokop es rescatado de su vagabundeo por Jiři Tomeš (un fantasmal compañero de bachillerato), en el que se narra una escena clave de la novela: el aislado encuentro que el científico tiene con una misteriosa joven (probable amante de Tomeš), que provocará el enamoramiento de Prokop. Al ser la obsesión por esa mujer lo que guiará, desde esa escena en adelante y hasta el final de la novela, los pasos y las acciones del protagonista.

Es esa misma obsesión, por ejemplo, la que provoca el fin del único pasaje de la novela en el que Prokop es capaz de llevar una vida apacible, envuelto en un paisaje bucólico. El único en el que encontrará cierta felicidad, rodeado de las únicas personas que, desde un primer momento, lo aprecian desinteresadamente.

Acogido por Tomeš padre (a cuya casa había llegado buscando a su compañero de bachillerato), Prokop podrá en ese hogar trabar sin impedimento ni presión alguna; encontrando, incluso, en la joven Anči, la menor de los Tomeš, la posibilidad más cierta de encontrar el amor. Todo este pasaje (por lejos, el más feliz de la novela) describe la incapacidad de Prokop de convivir con su propio descubrimiento, sumergido en el conocimiento de que las decisiones que cada persona toma en su vida nunca quedan limitadas a la esfera personal, sino que siguen su camino, indiferente de nuestros deseos y voluntades. La monstruosidad que afecta al personaje (visible en las malformaciones y amputaciones que los experimentos con la krakatita le han provocado a su cuerpo, y que se describen una y otra vez a lo largo de la novela) no se encuentra relacionada a lo que él ha hecho a lo largo de su vida, sino a lo que podría suceder a partir de lo que él ha hecho.

Es en este sentido que la novela de Čapek es, también, una reelaboración del viejo tópico (recurrente en la obra de Čapek) del creador superado por las fuerzas que se encontraban ocultas de su propia creación, condenándolo a quedar sometido a las fuerzas que él mismo ha desatado.


El segundo de los actos en los que puede dividirse la novela, aquel que ocupa la mayor cantidad de páginas, narra el confinamiento de Prokop en la fábrica de Balttin (especie de fábrica-estancia, con bosque, depósitos, laboratorios, y palacio incluido) en el que las ordenes militares y los caprichos de la princesa Wilhelmina imperan por igual; llevando el texto a una comedia de enredos, dentro de un escenario onírico, repleto de personajes propios del absurdo, como lo son el abnegado y celoso custodio Holz, el servicial mayordomo retirado Paul, o el culto doctor Kraft, ingenuo idealista, admirador incondicional de Prokop y de su labor científica.

Los dos hechos centrales en los que se apoya todo este extenso pasaje de la novela son, por un lado, las idas y vueltas de Prokop y la princesa, en una relación amorosa de imposible final feliz. Mientras que, por el otro, los sucesivos intentos del protagonista de enfrentarse cabalmente, y de una vez por todas, a esas fuerzas aparentemente superiores que lo azontan, personificadas en el tiránico ingeniero Carson (cuyo único poder se basa, en realidad, en la incapacidad de Prokop de traspasar sus propios límites éticos).

Los intentos de Prokop por tomar el control de su vida, de hecho, irán fracasando unos tras otros, consiguiendo concretarse, únicamente, en su universo onírico, el cual Čapek va narrando de forma aleatoria lo largo de casi toda la novela.

El cierre de este largo pasaje llega con el escape de Prokop de la fábrica de Balttin, la cual se hace posible gracias a la intervención del multimillonario Daimon. Un mefistofélico personaje que lo alejará definitivamente de Balttin para llevarlo junto un grupo de alucinados y anarquistas que, por medio de emisiones radiales, hacen explotar semanalmente a la krakatita dispersada por el mundo, mientras discuten qué hacer con los pocos gramos que tienen en su poder

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El último de los tres actos, finalmente, en los que hemos dividido, arbitrariamente, a la novela, narra la renuncia de Prokop a las recompensas mundanas y cierra el relato con una especie de epílogo, en el que la novela alcanza su punto más solemne (y, seguramente, el de mayor belleza también).

En el personaje de Daimon (como no podía ser de otro modo) es en quien se encarnan las tentaciones mundanas que Pokrop terminará rechazando, y que incluyen a la mujer con la que el personaje ha estado obsesionado desde el comienzo de la novela.

Habiendo llegado la "Montaña de la Tentación" es Daimon quien le ofrece a Prokop (en una relaboración del mito fáustico, advertida ya por Gonzáles de Jesús en su prólogo) la concreción de aquello que las armas, históricamente, han sabido prometer a cada tirano de turno: la dominación y subordinación del otro, la ilusión del poder absoluto.

Pero Prokop rechaza el ofrecimiento, y lo que sigue en el relato, en los últimos dos capítulos de la novela, es una sucesión de elaborados cuadros surrealistas, en medios de los cuales desfilan: un cansado y anciano Dios; una pequeña caja que (cual Aleph borgeano) ofrece la instantánea contemplación de cualquier parte del mundo; un paseo nocturno en el pescante de un carro, entre álamos y serbales, en una noche repleta de niebla; un pequeño ratón blanco con la habilidad de revelar, por medio de la elección de tarjetas, al amor verdadero…

La breve, pero enérgica, visión que Čapek construye en estas páginas finales se encuentra cargada del hondo humanismo que es inherente a toda su obra, pero que se potencia, especialmente, en cada una de sus distopías. Un humanismo intimista, persistente y silencioso.


“Pues mira lo que yo tengo pintado” -le pide el pequeño anciano Dios a Prokop, mostrándole su taza, “…tenía dibujado un ancla, un corazón y una cruz. -Son la fe, el amor y la esperanza”.


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