Se habían conocido en Praga, cuando todavía no podían saber que a ambos los esperaba un mismo destino.
Una tarde, a orillas del Morava, mientras despertaban los primeros calores dormidos, Jerónimo comentaba: No sólo la primavera es la estación de la vida, es, además, el momento de reconciliación del hombre con el mundo. Con los primeros calores, la tierra se pone fértil, a medida que pasan los días y el calor aumenta, todo se nos convierte en una continuación del hogar. Nuestras casas se confunden con el mundo, abrimos las ventanas, el aire de las calles y los campos se filtra, el aroma de las flores nos invade, la atmósfera se mezcla y se funde para hacer del planeta y nuestros recintos una misma cosa.
El invierno, en cambio, -prosiguió Hus- es un recordatorio constante de que el mundo le es hostil al hombre. La puerta de entrada se convierte en un límite, una frontera, que separa lo habitable de lo inhóspito. Para cruzar esa línea debemos prepararnos, tomar recaudos, acumular abrigos. El exterior (el mundo) se convierte en una amenaza y la oscuridad acorta los días. Cada vez que traspasamos ese umbral, el clima se encarga de recordarnos que una cosa es nuestro hogar y otra, muy distinta, el mundo que nos rodea.
Esa frontera -continuaba ahora Jerónimo- con la primavera desaparece. Durante las estaciones cálidas el hombre transita por el exterior con el mismo ropaje que lo hace en su casa. Y así, siente que el planeta es una extensión del hogar; que lo acoge; hecho que, en última instancia, es irrefutablemente cierto. Evidentemente -y ahora Jeroným soltaba la risa- la estación favorita de un hombre puede decir mucho acerca de él.
El concilio que esperaba a Jan tenía por finalidad unificar un credo dividido y corrupto. Ambos habían discutido, ya repetidas veces, acerca de la conveniencia de cumplir o no con la invitación recibida. Y no había forma de que el intelecto les permitiera confiar en un salvoconducto otorgado por un emperador, cuyos valores y virtudes se encontraban a un abismo de distancia de aquellos que había sostenido su padre. Y por cuyo hermano ya se habían visto abandonados.
Sin embargo, Jan, en última instancia, y tras repensar infinidad de veces el complicado dilema con su amigo -y a contramano de lo que aquél le rogara- había resuelto aceptar.
Ahora Jeroným, ya dejadas atrás las burdas cavilaciones climáticas (alejadas, además, por un silencio intenso que se prolongaba sin fin) recordaba...
Había habido una tarde (no demasiado lejana a aquella en la que se había efectuado la proclamación de su amigo como rector de la universidad) en la que se había discutido acerca de la convicción de la fe. Para el novísimo rector, ésta alcanzaba su máxima plenitud únicamente cuando se fundaba en un acto de libertad, y no por la mera exhortación a practicarla. Convencer a alguien de la existencia de Dios, quitándole toda posibilidad de duda, volcar en él una doctrina indiscutible, como si el sujeto no fuera más que un recipiente vacío e inerte, no conseguiría en el fondo, nunca, ningún resultado verdadero. La auténtica conexión del espíritu estaba íntimamente ligada a la experiencia de cada persona. Nunca alcanzaría con las imposiciones, las reprimendas, los castigos, resultaba imperante que cada uno encuentre su propio camino hacia Dios, y por eso insistía, vehementemente, en la necesidad imprescindible de cada persona tuviera libre acceso y comprensión a y de las escrituras. Para así luego alcanzar a sentirlas hasta conseguir ser transformado por ellas, y lo mismo, a su vez, por supuesto, era aplicable a las ceremonias.
El mérito de la fe en la doctrina, insistía Jan, no radicaba en una aceptación ciega, sino en la elección voluntaria de la verdad que ella ofrecía. “No hay mérito -afirmaba Jan- en quien escoge el sendero único porque no existe a su vista otra ruta posible. El valor reside en encontrarse ante una multiplicación de caminos y elegir uno, para aceptarlo como propio. En esa posibilidad de elección es, además, donde radica el don del libre albedrío que el Señor nos ha regalado”. Y era en esa misma libertad -reflexionaba en la conclusión de sus recuerdos Jeroným- en la que su amigo había fundamentado la respuesta afirmativa que estaba a punto de brindar, respecto a la invitación al concilio.
La asistencia voluntaria a un encuentro al que había sido invitado con manifiestas intenciones de que esa invitación fuera rechazada (para así demostrar la debilidad del movimiento y la cobardía del invitado) -entendía Jeroným- era la forma que había encontrado su amigo de remarcar ante el mundo que el hombre es libre de rechazar imposiciones. Ya sea (como en su caso personal) la de esa sutil rechazo impuesto, a partir de las evidentes consecuencias que aceptar el viaje al concilio le podría causar; ya sea (en el común de los hombres) las de aquellas que se ejecutaban a través de una interpretación ajena y arbitraria de los textos sagrados. Comprendía también Jeroným, además, que, si el salvoconducto fallara y a ese hombre (que había aceptado como maestro y amigo) se le obligara elegir sus palabras y la muerte, entonces elegiría la muerte, porque jamás permitiría que le obligaran a reconocer que otros tenían el derecho de imponernos una verdad que no habíamos escogido.
La importancia de la posibilidad de leer las escrituras de forma directa, en la popular lengua de cada región, residía, por sobre todas las cosas, en que era la única forma de garantizar a cada persona su derecho a una lectura personal, sin ajenos significados, libre de interpretaciones impuestas.
Por todo esto, cuando ya iba cayendo la noche, Jeroným dejó de caminar para tomar del brazo a su querido y pronunciar las que serían sus últimas palabras de la tarde.
“Jan, no importa lo que suceda de aquí en adelante, no importa las decisiones que tomes ni las consecuencias que traigan, ten la seguridad de que podrás contar conmigo; y que me esforzaré, hasta que se agoten todas mis fuerzas, por seguir tu camino, que he elegido también como propio”.
En el verano de 1415, en los primeros días de julio, por las ventanas abiertas de los hogares checos, una ráfaga de viento llegada desde Constanza infundía en cada sala una exhalación que invadiría las almas de todos aquellos que se encontraban presentes. Casi un año después, y por esas mismas ventanas, otra ráfaga -proveniente de la misma ciudad- se adentraría, también, en esas mismas casas, trasladando y fundiendo con el remanso primaveral, esta vez, al espíritu del amigo.