Breve homenaje en el centenario de la fundación de la República de Checoslovaquia.
(Extracto de Conversaciones con T. G. Masaryk, de Karel Capek)
“La primera pequeña mentira que se contó
en nombre de la verdad, la primera pequeña injusticia
que se cometió en nombre de la justicia,
la primera minúscula inmoralidad en nombre de la moral,
siempre significarán el seguro camino del fin.”
― Václav Havel
Mucha gente le ha preguntado al autor de Conversaciones con T. G. Masaryk cómo fue que las Conversaciones con… fueron tomando forma. ¿El autor iba escribiendo las conversaciones taquigráficamente en el acto? ¿Las fue escribiendo día por día? ¿Cómo iban trabajando, en otras palabras, autor y presidente, juntos? y ¿Cómo fue que los diálogos surgieron?
Primero de todo, el autor debe confesar que él nunca había soñado con la posibilidad de registrar aquello que salía de los labios del presidente y que él tenía la posibilidad de escuchar. Pueden atribuirlo a cierto descuido de su parte, si ustedes quieren, pero él nunca portó un grabador, nunca ha llevado un diario, e incluso sus propias notas y papeles son un desastre sin esperanza. Estoy seguro que ustedes conocen gente como él, y que nunca esperarían que esas personas mantuvieran un cuidadoso registro de aquello que ellos escuchan o ven.
Hasta que un día que llovía, y que llovía en la casa de verano del presidente, en Topolcianksy, y el presidente y sus invitados estaban sentados alrededor del fuego, mirando llamear los troncos (el presidente adora mira fijamente el fuego), hablando de esto y aquello, la conversación giró en torno a la guerra, y en el peor lugar en el cual nos había tocado estar durante el tiempo que duró. “El peor lugar en el que me tocó estar durante la guerra”, comenzó a decir el Presidente, “fue Moscú”. Y entonces, él comenzó a contar sobre cómo había sido enviado desde la revolucionada Petrogrado hacía Moscú, ya que allí las cosas estaban más calmadas, y cómo ni bien había bajado del tren y puesto un pie en la ciudad comenzó a escuchar tiros. Él comenzó a dirigirse hacia su hotel caminando, pero fue detenido fuera de la estación del ferrocarril por un cordón de soldados, quienes le decían que no podían dejarlo avanzar a causa de los disparos. Sin embargo, de alguna manera, había conseguido esquivarlos, y de pronto se encontró a sí mismo en una esquina en donde los rifles y las pistolas se disparaban unos contra otras: Los hombres de Kerensky desde un lado, los bolcheviques desde el otro.
“Me puse en camino”, nos dijo. “Un hombre que caminaba delante de mí, de repente echó a correr y se deslizó a través de una gran puerta que había sido abierta para él. Era del Hotel Metrópolis. Yo traté de deslizarme justo después de él, pero me cerraron la puerta en mi cara. Así que golpeé con fuerza la puerta y les grité ´¿Qué están haciendo?, ¡Abran la puerta!, ¿Tienen una habitación?´, el portero me contestó, gritando: ´¡No podemos dejarte entrar! ¡Están todas ocupadas!´. Yo no quería mentir, así que le grité ´Dejen de jugar conmigo y déjenme entrar´. Y esa respuesta lo dejó tan sorprendido que me dejó entrar.”
Luego continuó describiendo el asedio sobre el Metrópolis, las luchas en Kiev, y a “nuestros muchachos”, tal como él llamaba a las legiones checas. Pero lo que dejó shockeado al autor de Conversacion con…, más que ninguna otra cosa, fue esa breve frase “Yo no quería mentir”. Ahí estaba él -entre las armas que disparaban desde ambos lados de la calle, balas lloviendo sobre todo el pavimento y los edificios, alrededor suyo-, allí estaba él, el Profesor Masaryk, y el portero no lo dejaba entrar. Si hubiera dicho que estaba hospedándose allí, el portero le habría dejado entrar inmediatamente, pero ni siquiera cuando su vida corría peligro se permitió él a sí mismo mentir. Y cuando nos contó todo aquello, eligió usar esa frase corta, seca “yo no quería mentir”, como si no hubiera dicho nada. Nada, más que mencionar, simplemente, lo que había por hacer.
Esa fue la primera vez que el autor de Las conversaciones... anotó las palabras del Presidente. Todo lo que quería hacer era salvar ese breve sentencia, dar a alguien más la posibilidad de apreciar cuán bella, simple y obvia era esa breve frase. Sin que se le ocurriera por eso seguir anotando lo que escuchaba.