Kafka escribió tres novelas que dejó inconclusas El castillo, El proceso, y América; varios cuentos como “En la colonia penitenciaria”, “Ante la ley”, “Medico rural”, “La muralla china”, “La metamorfosis”, “La construcción”; escritos íntimos, luego públicos: sus Diarios y Carta al padre; y además una inmensa cantidad de textos breves y aforismos. Mucho de lo cual, y por expreso pedido del autor, no deberían haber salido nunca a luz.
Max Brod explica que ya había avisado a su amigo que su pedido de que queme su obra nunca sería llevado a cabo, y que, avisado de esto, Kafka no cambió su testamento. También, que si el deseo de su amigo hubiese sido destruirlo todo (no dejar el más mínimo indicio de su producción literaria), esa acción tranquilamente la pudiese haber llevado a cabo él mismo. Para muchos, sin embargo, Max Brod sigue siendo aquel que no respetó la solicitud de su amigo, el mandato de su mayor confidente (hecho atroz que roza el que es para Borges la peor de las deshonras, para Dante el peor de los pecados). Así también lo cree Milan Kundera, quien lo deja bien en claro en las páginas de su libro de ensayo Los testamentos traicionados.
La intención aquí, sin embargo, no es la de abrir juicio sobre el accionar de Brod. Ni de acusarlo, ni de defenderlo. Si no, únicamente, la de llamar la atención sobre el hecho de que más allá de que fuera cual haya sido la verdadera intención de Kafka (intención para nosotros y para cualquiera oculta e incomprobable) fue en Brod, y no en otro, en quien el autor depositó su confianza. Fue en él en quien Kafka vio al más indicado para llevar a cabo su misterioso testamento, y fue en su amistad, y no en la nuestra, en la que Kafka confió antes de morir. Y esto implica un hecho de relevancia irrefutable.
Se podrá discutir y debatir, analizar e interpretar cuál puede haber sido la verdadera intención de Kafka sobre el destino de sus obras, pero nunca se podrá equiparar la ventaja de Brod, sobre el resto de los mortales, para interpretar su designio. Fue él quien compartió sus tardes con Kafka, fue él quien llegó a conocerlo, tal vez, mejor que nadie; ninguno, entonces, con más herramientas que él, para poder llegar a comprender cuáles eran las verdades intenciones de su amigo.
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