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Sobre Tierno Bárbaro

En la mayor parte de sus obras (o al menos en sus títulos más celebrados: Una soledad demasiado ruidos, Yo que he servido al Rey de Inglaterra, Trenes rigurosamente vigilados...) Bohumil Hrabal sitúa en primer plano una risa burlona, la gracia grotesca, la extravagancia de sus personajes principales, cargados de comicidad. Pero, sin embargo, toda esa risa y exaltación que encontramos en sus páginas, casi nunca emergen del todo como un canto a la vida, como una oda a la alegría, sino, y más bien por el contrario, como un refugio, una máscara protectora. Máscara y refugio tras los cuales se mantiene oculta las sempiternas presencias de la angustia, el desencanto y la fragilidad que se desprenden de la conciencia de una vida (y una Historia) cuyo rasgo esencial pareciera ser el absurdo, la crueldad y la indiferencia.

A lo largo de las páginas dedicadas a su amigo Vladimir Boudnik (artista de la vanguardia de los ´50, creador del movimiento explosionista, fotógrafo, artista gráfico y poeta) Hrabal va construyendo esa máscara carnavalezca, a través de las historias, anécdotas, ideas y proyectos que su compañero iba entretejiendo y compartiendo con él, mientras escuetamente (en pasajes aislados y escondidos) deja entrever la fragilidad y la tristeza que, lejos de las performances y las excentricidades , poblaban el alma de su amigo y, tal vez, también la suya propia.


Fragmento:



Cuando Vladimir le empezaba a doler el pecho o tenía reuma en el brazo, siempre se compraba un aguardiente de centeno normal, llamado puro o cortante, con el que fregaba el pecho o el codo de tenista. Cuando le dolía sólo el cuello, mojaba un pañuelo en el licor de centeno para ponerse emplastos en el cuello, cuando tenía fiebre, bebíamos media botella y el resto a una toalla y con eso se envolvía el tórax, porque así lo hacía su abuela. Por otra parte, en cada adelanto y cada pago, de antemano ya sabíamos qué aguardiente nos compraríamos, ya lo sabíamos casi un año entero antes, nos parábamos delante de la tienda de licores y escogíamos, deliberadamente, debatíamos cuál seguramente respondería a nuestra situación mental del momento. A veces comprábamos dos licores y los mezclábamos, por ejemplo una botella de ron es excelente cuando se mezcla con licor verde de piermín, esta síntesis se llamaba brigadier, otras veces mezclábamos aguardiente de centeno con ron como el llamado albañil... o bebíamos cada botella por separado, pero siempre en copitas... y esto se convirtió en un ritual. Encerrábamos la botella en el parador que nos dejó la casera, lo abríamos, nos servíamos solemnemente, luego volvíamos a guardar el licor y olíamos, brindábamos y según la naturaleza del licor bebíamos, a veces hasta el fondo, otras a sorbos, le echábamos elogios, y cuando habíamos acabo, durante un rato escribíamos algo, pero antes que pasara un cuarto de hora volvíamos a estar de pie ante el parador y abríamos como un cura el altar mayor y volvíamos a servirnos otra copa y volvíamos a beber y nos sorprendía cómo bajaba la botella, pero con la botella era como con las vacaciones, primero va despacio y luego la última semana los días caen como los vasos en nuestras gargantas, porque siempre apreciábamos del licor, cuán visiblemente estábamos cada vez más y más ligeros, cómo ganábamos en entusiasmo, cómo sonreíamos estúpidamente y cómo el alcohol y el abrir y cerrar del mueble nos unía durante tanto rato que en armonía anunciábamos que esta copa ya no deberíamos haberla bebido... Y luego nos bamboleábamos cada uno a su cama y contemplábamos cómo el alcohol en las entrañas adquiría el signo contrario, cómo se convertía en un hermoso soñar, un hermoso dormir que por la mañana era alternado por un embotamiento de la cabeza... Y de estas botellas de adelanto y de paga no le dábamos a nadie ni una gota, para esto teníamos otras botellas, esto era nuestro secreto, cuando alguien venía guardábamos la copa bajo nuestra cama y no bebíamos el uno sin el otro ni una lágrima, porque era sólo nuestro asunto, como cuando yo bebía café, algo que aún hoy hago, el café me lo he de beber yo solo, sacramente, yo solo disfrutar de los sorbos de café, fumar tres fuertes cigarrillos e inducirme a ese hermoso estado de ánimo meditativo, y si alguien venía, apagaba el cigarrillo, no me bebía el café, dejaba todo el rito en barbecho, igual que Vladimir y yo cuando abríamos y cerrábamos el bonito aparador que, cuando Vladimir se fue definitivamente de Liben, en su honor abría y bebía yo solo, aunque sin Vladimir era una ostia profanada, así que le compré el parador a la casera y con el hacha, la que Valadimir me escondía, con esa hacha rompí el mueble y lo quemé por partes en la estufa, escuchando cómo rugía la llama, con qué placer, cómo se relamía en la madera abrevada con el alcohol y los recuerdos...


(En Tierno bárbaro, Ed. Galaxia Gutenberg. 2014. Barcelona, España. Traducción a cargo de Kepa Uharte. Págs.: 49-51.

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