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La importancia del vínculo


Vemos el estado del mundo y nos resulta difícil enorgullecernos. Los daños causados por el hombre al planeta, a los animales, a los bosques, a sí mismo, saltan por doquier para dejar en evidencia que hay algo que está torcido, hay algo que debemos de estar entendiendo mal. Michael Ende afirma que entre fines del Siglo XIX, algo se rompió para siempre:

Todo cambió con el comienzo de la modernidad. Por aquellos tiempos, el moderno intelectualismo empezó a desbancar en todos los campos a la vieja espiritualidad de Europa. En sus distintas manifestaciones -las ciencias «objetivas» de la naturaleza, con su posterior aditamento de técnica de industria por un lado, y unas ciencias del espíritu y una teología que se diluyen cada vez más para transformarse en secas abstracciones, por otro- extirpó con fogoso celo los últimos restos de las imágenes antropomórficas, o sea, afines al hombre, que aún existían del universo. En el siglo XIX su triunfo fue total: la imagen del mundo se había vuelto literalmente inhumana. ("Pensamientos de un indígena centroeuropeo", en Carpeta de Apuntes, Editorial Alfaguara, 1993).


A partir de esa imagen se crea un problema radical en el hombre, pues ¿cómo puede alcanzar la felicidad alguien que vive en un mundo que ya no tiene absolutamente nada que ver con él? ¿Cómo sentirnos esenciales, trascendentes, en un mundo en el cual tenemos fecha de vencimiento (nosotros como individuos, pero también como especie) sabiendo que no quedara luego de nosotros ni de nadie memoria alguna? Nos cuesta sentirnos satisfechos y realizados cuando vivimos convencidos de que a todo aquello que nos rodea y nos contempla (las estrellas, el sol, los mares) (y nos sobrevivirá) les somos indiferentes. Despertados (sin que se nos haya consultado nunca, sin nuestra opinión) en un mundo ajeno, impuesto, lleno de maldad, horrores y muerte ¿Dónde encontrar la belleza en un mundo cuyo fin es la podredumbre y la frialdad última? Nuestras acciones se vuelcan en una desesperada búsqueda de los placeres y las satisfacciones que consigan hundirnos profundamente en el aquí y ahora, para que de esa manera, sumergidos en el presente, podamos perder de vista, aunque sea por unos instantes, la concepción que tenemos del mundo. (Y de ese futuro, en el que nos aguarda una muerte que terminará con la historia). Sin que haya barrera alguna que debamos respetar, pues el mundo ha dejado de tener con nosotros cualquier tipo de vínculo sagrado, para convertirse simplemente en el lugar del cual abastecernos.


Seguramente no haya cultura, desde el principio de los tiempos, en la que el hombre, en las medidas de sus posibilidades, no haya intentado adornar, decorar, apropiarse de los lugares en los que ha residido (no importa si se tratase de la más ampulosa casa, o de la más humilde de las habitaciones). Arreglamos nuestros hogares de manera que nos reflejen e identifiquen, para intentar que nos devuelvan, al fin de cada jornada, una imagen reconfortante de lo que somos y en lo que creemos. En la personalidad de Masaryk parecería manifestarse una idea acorde a la necesidad de que, tal como lo hacemos con los espacios físicos, también volquemos sobre el mundo un mecanismo que nos permita vincularnos con el universo de una manera íntima y personal, otorgándole a este una imagen que también nos reconforte y nos recuerde a nosotros mismos. Esa imagen, sin embargo, no puede estar desligada a la razón, porque entonces dejaría de ser convincente, ni debe dejar de ser íntima, ya que lo contrario (aceptar una religión dogmática) equivaldría a aceptar la existencia de dos individuos que buscasen la devolución de una misma e idéntica imagen. Es decir la existencia de dos personas completamente iguales. Únicamente, agregaremos aquí, ante la idea de un universo del que nos sintamos participes, y al que observemos como propio, con cada uno de sus mundos, sus planetas (el nuestro sobre todo) y los seres que allí habitan; únicamente cuando nos demos cuenta de que somos participes de la construcción de lo que nos rodea aun cuando no queramos, desde el momento en que nos es inevitable darle un sentido y una interpretación a la realidad, es que conseguiremos, quizá, tratar al mundo y a los otros, como quisiéramos que nosotros mismos fuéramos tratados.


"Quisiera ver a la juventud -decía Masaryk- no aceptar nada a ciegas, estudiar y formarse un juicio independiente". Y de esta manera Masaryk orientaba y formaba la juventud checa en un espíritu nuevo, moderno, europeo, en franca oposición con el espíritu que entonces predominaba en Praga.


Desde el punto de vista religioso, Masaryk manifestó desde el principio muy claramente su profunda religiosidad, aunque libre de religiones dogmáticas.


Masaryk combatió siempre el ateísmo del hombre moderno, lo mismo que el abuso de la religión por las iglesias, y ha insistido sobre la necesidad individual y social de una religión, como la fuerza moral esencial que nos conduzca a una nueva vida, a una apreciación más alta de ella, y que nos permita resolver el problema central de la existencia humana, que es el problema de la Eternidad.


En uno de sus discursos pronunciados en el Parlamento de Viena, Masaryk confesó que, en su vida, no había sido ni un solo momento incrédulo; que cree en Dios, que cree en la inmortalidad del alma y que reza el Padrenuestro.


Por otra parte, considera la religión como un hecho personal adquirido por una fe razonada y por una convicción de cada individuo normal y armónico.

(...)

Además, la religión que es adquirida por la convicción y que nos pone frente al problema de la Eternidad, nos conduce a conservar y perfeccionar nuestra alma inmortal en la vida presente, llevándonos también a amar el alma inmortal del prójimo.

(...)

No es preciso creer en Dios -dice Masaryk-; es necesario formar y reconocer nuestras relaciones con Dios y con el mundo; es preciso vivir bajo el aspecto de la vida eterna y es preciso en este mundo cumplir la voluntad de Dios y ejecutar con plena conciencia el deber que se impone a cada individuo y a cada nación por la Providencia." (Tomas G. Masaryk, Editado por Compañía Ibero-Americana de publicaciones, Madrid, 1930).


Vlastimil Kybal, autor de los párrafos citados, cierra afirmando que Masaryk "por sus ideas y su propio ejemplo (...) despertó el espíritu religioso y moral, y excitó a la nueva generación a formarse una concepción de vida seria, libre a la vez del escepticismo frívolo y de la credulidad mecánica".

En efecto, no hay una credulidad más mecánica que la de aceptar una fe y una ética que no nos pertenecen porque se nos imponen y no hemos construido; ni un escepticismo más frívolo que aquel que insiste en aplicar a la existencia humana un mecanismo racional (el científico) que es incapaz de probar la existencia de todo lo que se encuentra por fuera de sí mismo (ni la del amor, ni la de la esperanza, ni de la Dios. Ni siquiera la de nuestro propia -y no por ello para nosotros menos cierta- existencia y realidad).





Difícilmente exista a lo largo del siglo XX una personalidad checa más destacada que la de Tomas G. Masaryk, ideólogo y padre fundador de la República Checoslovaca. Aún así, y a modo de guía para desprevenidos lectores, una breve reseña de su figura puede encontrarse en la entrada de la omnisciente wikipedia (aquí) y una algo más extensa, realizada por Radio Praga, (acá).












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