Alain medita sobre el diálogo.
Era el mes de junio, el sol asomaba entre las nubes y Alain pasaba lentamente por una calle de Paris. Observaba a las jovencitas que, todas ellas, enseñaban el ombligo entre el borde del pantalón de cintura baja y la camiseta muy corta. Estaba arrobado; arrobado e incluso trastornado: como si el poder de seducción de las jovencitas ya no se concentrara en sus muslos, ni en sus nalgas, ni en sus pechos, sino en ese hoyito redondo situado en mitad de su cuerpo.
Eso le incitó a reflexionar: si un hombre (o una época) ve el centro de seducción en los muslos, ¿cómo describir y definir la particularidad de semejante orientación erótica? Improvisó una respuesta: la longitud de los muslos es la imagen metafórica del camino, largo y fascinante (por eso los muslos deben ser largos), que conduce hacia la consumación erótica; en efecto, se dijo Alain, incluso en pleno coito, la longitud de los muslos brinda a la mujer la magia romántica de lo inaccesible.
Si un hombre (o una época) ve el centro de seducción femenina en las nalgas, ¿cómo descubrir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: brutalidad, gozo; el camino más corto hacia la meta; meta tanto más excitable por ser doble.
Si un hombre (o una época) ve el centro de seducción femenina en los pechos, ¿cómo descubrir y definir la particularidad de esa orientación erótica? Improvisó una respuesta: santificación de la mujer; la Virgen María amamantando a Jesús; el sexo masculino arrodillado ante la noble misión del sexo femenino.
Pero ¿cómo definir el erotismo de un hombre (o de una época) que ve la seducción femenina en mitad del cuerpo, en el ombligo?